Cómo habría disfrutado ejerciendo de ministro de Cultura. Cómo me habría cambiado la vida. Mi agenda resuelta. Mi tiempo, por fin, lleno de actividades de lujo. Sin paja. Sin demasiados huecos para comerme la cabeza. Sin tener que ingeniármelas para solicitar entradas de cine ni de teatro ni de conciertos ni de ópera. Sin tener que rellenar agotadores impresos de acreditación. Sin tener que realizar encajes de bolillos para completar una agenda digna.
Y encima, con derecho a opinar. Con voz. Con bula para hablar, y más todavía, a que den cancha a tu criterio.
Y encima, con derecho a opinar. Con voz. Con bula para hablar, y más todavía, a que den cancha a tu criterio.
Siempre tuve claro que para haber satisfecho mis necesidades básicas en la vida debía haber sido o bien príncipe consorte (la única manera de ser príncipe al no tener sangre azul), o bien ministro de Cultura. Lo de príncipe consorte parecía un tanto complicado, porque le podría haber dado un síncope a la suegra, y porque no están las monarquías tan evolucionadas para asimilarlo.
Así pues, sólo quedaba la opción del ministerio de Cultura. También lejana, puesto que la sola enumeración de nombres que ocuparon esa silla en las últimas legislaturas echa para atrás. Con ninguna ni ninguno de ellos me identifico. Los veo lejanos, lejanísimos. A los de uno y otro signo. A esas eminencias, Calvo, Alborch, Aguirre. A esos egos, como el último, Molina. Madre mía.
Hasta que llegó el nombramiento de esta semana. Y resulta que ese cargo en principio lejano, no apto para perfiles como el mío, se ha entregado a una persona con la que he compartido comidas y cenas, acreditaciones festivaleras, y tres años más joven que yo.
Pero no va a ser posible. Le ha tocado a ella.
Y aquí estoy. Soportando los cinco días de parón semanasantero de la mejor manera posible. Dicen que la felicidad es una cuestión de actitud. De ver la botella medio llena. Pero ser ministro de Cultura ayudaría a conseguirlo. Y de qué manera.
Hasta que llegó el nombramiento de esta semana. Y resulta que ese cargo en principio lejano, no apto para perfiles como el mío, se ha entregado a una persona con la que he compartido comidas y cenas, acreditaciones festivaleras, y tres años más joven que yo.
Pero no va a ser posible. Le ha tocado a ella.
Y aquí estoy. Soportando los cinco días de parón semanasantero de la mejor manera posible. Dicen que la felicidad es una cuestión de actitud. De ver la botella medio llena. Pero ser ministro de Cultura ayudaría a conseguirlo. Y de qué manera.
Pues desde aqui te ofrezco mi humilde compañia para pasar estos horribles parones de vacaciones
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