Mi mundo. Mi ecosistema. No sé si es una virtud o un defecto, pero me gusta controlar mi mundo, ser muy consciente de hasta dónde alcanza.
En la Magdalena es fácil. Hasta se puede medir por pasos. Partiendo de mi habitación, a 25 pasos el comedor, a 50 pasos el Paraninfo donde se desarolla el taller de teatro con Paco Vidal, a 300 pasos cuesta arriba el palacio.
Mi mundo acaba en mi ecosistema y mi ecosistema acaba en mi mundo.
El mundo exterior arroja señales a mi ecosistema, para vincularme a él. Las banderas a media asta señalan que estamos de luto. Las nubes, el ocaso del verano. Pero lo que a mí me interesan de verdad son las personas, exactamente las personas de mi imaginario. Paco, Rodri, Santi, la señora, los bachilleres brillantes.
Todo lo demás, la ciudad que hay más allá, los bancos que hoy han abierto, el comercio, los centros comerciales, el tráfico, la liga de fútbol que empieza ya, todo eso me interesa más bien poco.
A lo mejor no soy tan distinto de los otros. Porque vamos a ver. Quien tiene una familia, una pareja, o una hija, o una madre a quien cuidar, ¿no circunscribe su mundo a esa burbuja y poco más?
No hay tanta diferencia. Yo he sustituido esa célula familiar por una familia volandera. Pero al final es lo mismo. Un ecosistema. Un mundo. Un círculo.
Con las palabras pasa lo mismo, y perdón por filosofar a estas horas. Lo que ho se cita, lo que no se nombra, no existe.
Mi mundo, ahora, durante dieciséis días, son 25 pasos al comedor, 50 al Paraninfo, 300 a las aulas del palacio. Y un paseo de media hora a las clases con mis alumnos extranjeros. El resto está lejos aunque esté al lado. Y digo que será un defecto o una virtud porque puede ser un problema por lo que supone de ensimismamiento y de vivir en la nube. Pero viviéndolo como lo vivo, con la intensidad que lo vivo, con el carácter integrador y socializador que lo vivo, es una bendición. Porque es terapéutico. De verdad.
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