Roberto me tiene embelesado, embobado, enshoshaíto (pronúnciese en el acento de Paz Padilla). A estas alturas parece como si lo conociese de toda la vida. Tantísimo he recorrido, todas las horas del día, los poros de la finísima piel de sus brazos, esos dedos largos que harían las delicias de El Greco.
Roberto debería ser bailarín, o nadador, o modelo. Pero en su timidez no se ha planteado nada de todo eso. Y sigue cruzando los brazos cada dos por tres. Pero me aguanta, vaya si me aguanta. Las veinticuatro horas que tiene el día. A mí me da que se va a emocionar un poquito cuando nos despidamos. Yo ya estoy llorando.
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